jueves, 2 de agosto de 2007

El olvidado Frankenstein romántico


Otros tiempos eran cuando la escritora británica Mary Shelley, a los veinte años de edad, publicó su novela "Frankenstein". Entonces el cine aún no había irrumpido con su despliegue imagológico y sus sonoras fotografías movedizas.
Es que se suele decir que la pantalla grande puede o lanzar al estrellato al libro u opacarlo por completo. En el caso de esta obra, ocurrieron, en cierta medida, ambas cosas. Por un lado, se popularizó masivamente aquel engendro que creó el doctor Víctor Frankenstein; y por otra parte, este ser arrojado al mundo artificialmente fue- y aún es- percibido como una abyecta bestia inconciente, incapaz de cultivar afecto ninguno y sólo dotada para destruir.
La novela de Shelley, sin embargo, desplegada a través de epístolas de los diversos personajes- similar a la técnica utilizada por Bram Stoker en su celebérrimo "Drácula"-, es muchísimo más que una simplona historia acerca de un monstruo abominable con ansias de sangre y muerte humanas, caricaturización frecuente en las versiones cinematográficas. La joven escritora desarrolla temas concernientes a la psicología de los personajes, a sus más íntimos aspectos. Dotada de una gran sensibilidad, pudo adentrarse en la mente y el alma mismos de cada uno de ellos, para, desde esos ignotos sectores, construir una prosa elegante, profunda, sobrecogedora y, por sobre todo, humana.
Leyendo, somos testigos de cómo el científico ginebrino va descubriendo su vocación; con él crecemos, y es tan claro, tan específico el argumento, que pronto nos hallamos sumidos en el relato por completo, absortos a más no poder, siendo testigos de cada una de las pasiones y las desventuras del joven. Así le seguimos hasta que llega a concebir su creación, aquella incesante obsesión que persiguió por tanto tiempo al erudito: dar vida a un ser humano, una creación propia en que se vieran reflejados los deseos del creador, sobre la que tuviese dominio y ejerciese poder. ¿Logró algo de esto, sin embargo?
Al despertar el monstruo a la vida, se vio desorientado, desamparado, sin ninguna brújula con que guiarse. Debió, abandonado a su suerte, buscarse sustento y abrigo; encontró la luz, el fuego, el calor: acaso él mismo debió, completamente solo, redescubrir lo que la humanidad hacía tiempo conocía. Le seguimos en su camino, le acompañamos, pues, aunque sabemos que su figura es horrible y amorfo su rostro, leemos tan clara muestra de humanidad en su intención y observamos tan buenos sentimientos hacia quienes nunca le querrán ni le dedicarán más que improperios terribles, que es imposible dejar de emocionarse cuando él, desesperanzado, decepcionado por completo de la naturaleza del género humano y de sus malévolas tendencias, decide vengarse contra todos.
"Estaba solo!- decía al responsable de su vida- Recordaba la petición hecha por Adán a su creador. ¿Pero dónde estaba el mío? ¡Me había abandonado! Y, entonces, con el corazón lleno de amargura, os maldije "
El monstruo está hoy más vivo que nunca. ¿Cuántas veces no tememos a lo desconocido, a lo que posee un aspecto distinto del que los añejos cánones de la fomentada tradición irracional nos imponen en base a brutal constancia? Quien piensa o siente o se ve distinto, es raro, anormal, incompatible con la existencia de ser aparentemente corriente. Mientras el exiliado monstruo sólo quería causar el bien, cooperar benéficamente con el hombre y vivir en tranquilidad junto a él, éste, infinitamente estúpido, prejuicioso, egoísta y arrogante, sin dejarle expresar palabra alguna, sin darle participación en nada, lo insulta, lo patea, lo aleja inmisericordemente de su lado. ¿Y por qué? Pues es distinto, desconocido, y- por tanto- peligroso.
Su creador, en tanto, sufrirá proporcional suplicio a la colosal empresa que llevó a cabo. Al enfrentarse al monstruo, hostilmente dispuesto, le insultará también y condenarále a la soledad absoluta. Quizá aquí hubiera sido adecuado algún análisis más exhaustivo- quizá teológico- acerca de las responsabilidades que tiene el Ser Superior respecto de lo creado, aunque esa carencia se ve maravillosamente compensada con el relato de la bestia, que explica cómo fueron en su mente tornándose impíos los deseos que antes sólo se inspiraban en el bien.
Sin duda, una obra bellísima, una lección testimonial de lo que hoy llamamos bioética poéticamente tejida a cortísima edad. El cine, si bien ha logrado masificar esta magistral composición de la literatura universal, acaso ha omitido- ridículamente- su verdadera riqueza: el mundo interior de los personajes, de Víctor, de su engendro, de la injustamente sacrificada Justine y del resto de aquellos a quienes, uno a uno, en su loca catarsis destructiva, fue eliminando el monstruo. Y así, la creación destruyó, mató, eliminó. El resultado es la promesa de su suicidio, a esas alturas un triste final; pues no significó tolerancia y aceptación, sino mutuo rechazo entre lo tradicional y lo descomunal.
¡Qué gran enseñanza la del monstruo! Vivir horrorizado ante la inminencia de lo desconocido, en vez de intentar captar aquellos aspectos que nos enriquezcan de las diferencias de los otros seres, es una falsa filosofía que ya grandes estragos ha causado, tanto en la ficción como en la realidad. Sólo nosotros podemos doblar la mano a esta tragedia, y comportarnos tolerantemente, a la altura de nuestro supuesto razonamiento superior, cuyo lugar es anterior a la ciega discriminación.